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Soledad (1)



<< ¿Será que me estoy haciendo viejo? >>. 

Mientras esta perturbadora idea cruzaba por la mente de Carlos, éste logró bajar por fin sus adoloridos pies de la cama sólo para encontrarse con el helado piso de concreto pulido que, con su gélido toque matutino, lo terminaba de recibir este día. 

Se incorporó con dificultad y comenzó con los habituales estiramientos matutinos. Al instante notó que las molestias de la cintura seguían ahí, y que no se irían por un buen tiempo. Al comenzar a caminar, el viejo esguince de la rodilla derecha lo frenó en seco, pero decidió ignorarlo y sólo cojear por el momento. Su garganta se sentía bastante seca y los labios, partidos por el frío cortante de la noche, le imploraron un sorbo de agua, por lo que se dirigió a la cocina para tomar algo fresco. 

El viejo dolor del hombro izquierdo se había agudizado bastante y la pesadez del andar que intentaba llevarlo hasta su destino hacía notoria la falta de un descanso adecuado. Paso tras paso, se percató de una extraña ansiedad en su espalda, justo entre los hombros, un pulsar bajo la nuca que le hacía sentir incómodo, pero no se trataba de un dolor. Era más bien un sentimiento de algo fuera de lugar. Era como esa sensación que se percibe cuando alguien nos mira fijamente por la espalda. 

Aunque Carlos no era cobarde, no pudo resistir el impulso y miró hacia atrás un par de veces. Cuando por fin llegó hasta la cocina para tomar el anhelado trago de agua helada, notó que su madre no se encontraba en casa. A esas horas del día seguramente estaría en el mercado y tardaría aún bastante en volver, así que Carlos decidió bañarse de una vez para poder ir al trabajo. 

Le esperaban 12 horas de un infierno laboral y no quería retrasarlo ni un segundo “Entre más pronto comiences más pronto terminarás” era tal vez la única frase útil que su padre le había regalado y siempre la ponía en práctica. 

El ritual de aseo comenzó como siempre, con un exhaustivo baño que lavara cada parte del cuerpo y un derroche de jabón que su madre siempre le había reprochado en los momentos que la economía familiar se veía más afectada. Veinte minutos después, Carlos ya estaba listo para salir. Antes de marcharse, se acomodó en el viejo sillón de la sala para ver el noticiero de la 1, otra de esas tradiciones inviolables en su código de conducta. 

Encendió el aparato y en lugar del amable rostro del viejo presentador de noticias, encontró sólo estática. Una vez superados los dos primeros segundos de conmoción, el pulgar impaciente comenzó a presionar botones y el carrusel de canales se echó a andar. Uno a uno los canales fueron recorridos y todo mostraban lo mismo: Estática. 

Carlos se acercó al aparato y verificó que el cable de la antena estuviera bien conectado. Al cerciorarse que todo estaba en su lugar, recurrió a los salomónicos dos golpes dados al aparato que siempre parecen ser la solución para cualquier desperfecto, pero en esta ocasión fallaron también. Al parecer esta tarde no podría nutrirse de noticias amarillistas ni de reportajes prefabricados. 

Finalmente se rindió ante lo inevitable y decidió partir de una vez al trabajo, pues el transporte de personal era bastante quisquilloso y no esperaba a nadie. Al menos Ramiro podría contarle las noticias mientras esperaban el viejo autobús. Carlos cerró la puerta de su casa y notó algo en particular: Parecía haber un silencio sepulcral en la calle. Normalmente a esas horas los niños de las primarias cercanas estarían volviendo a sus casas y los vecinos de la casa enfrente tendrían la música a todo volumen, pero hoy todo estaba peculiarmente silencioso. 

Carlos comenzó a caminar esas dos cuadras polvorientas hacia la parada del transporte y de repente se sintió indeciblemente incómodo por el sonido obtuso que producían sus zapatos al chocar sobre el concreto de la acera por la que transitaba. Lo envolvía un silencio anómalo, fuera de lo esperado al menos para él, acostumbrado al bullicio de la ciudad. Al poco llegó a la parada del transporte y, para su sorpresa, Ramiro aún no llegaba. El muchacho siempre solía estar ahí 2 o 3 minutos antes de Carlos, pero hoy todavía no se había presentado. De hecho, nadie de las personas que esperaban el transporte junto con Carlos había llegado. 

Sin más que poder hacer, espero un par de minutos. Pero varios pares de minutos fluyeron y ni el transporte ni la gente llegaron nunca. Un súbito pánico se apoderó de él y de inmediato pareció encontrar respuesta a su incógnita: El reloj debió atrasarse. Tardó más en pensarlo que en meter la mano en su pantalón para sacar el teléfono celular que su madre le había regalado. Sus manos temblaban y parecía que el aparato se atoraba con cada centímetro de bolsillo. Por fin extrajo el teléfono de entre sus ropas y esperó ver que en realidad era una o dos horas más tarde de lo que pensaba, pero el aparato marcaba la hora tradicional a la que Carlos ya había empezado a charlar con Ramiro lo mismo de política que de fútbol. 

El desconcierto se prendió de nuevo de la conciencia de Carlos y éste comenzó a elaborar un sinfín de teorías de lo que podría estar pasando.

<<Hubo junta y no me avisaron, de seguro cambiaron los horarios otra vez>>. 

Carlos maldijo un par de veces a su suerte y a sus supervisores y comenzó un andar de seis cuadras hasta una parada del transporte público, donde tomaría un autobús que lo llevara hasta el trabajo. Si se apuraba, no tardaría más de 40 minutos en llegar a la fábrica, aunque en realidad aún así sería muy tarde, pero valía más eso que no presentarse. 

Una vez iniciado el andar, una duda asaltó su mente: ¿Pero y los niños? A esa hora ¿dónde estaban ellos? Se detuvo por un instante, pero las imágenes mentales de su jefe histérico gritándole lo pusieron en marcha nuevamente. No pensó más sobre el asunto y apretó el paso hacia su destino. Una vez ahí, de nuevo notó la ausencia total de gente. Se supondría que muchas personas se dirigirían a sus trabajos a esa hora, pero ni un alma se aparecía por el lugar, de hecho tampoco parecían circular vehículos por la avenida, pues ésta lucía totalmente abandonada. 

Con el tiempo Carlos también se daría cuenta de que el autobús jamás llegaría para recoger a nadie. En un último impulso de cordura trató de recordar si ese día se celebraba algo, si habría alguna huelga o si habría una marcha, pero nada llegaba a su mente, y él nunca se perdía las noticias. Si algo fuera a suceder, él lo habría sabido. 

De nuevo sacó el aparato telefónico de entre sus ropas y marcó el número del trabajo. No sabía cómo pero reportaría que no se iba a presentar por “falta de transporte”. Los repiques de timbrado se sucedieron y, ante la sorpresa del muchacho, nadie contestó. Esto era del todo anómalo, siempre había alguien en la oficina, nunca estaba sola. Al final fue enviado al buzón telefónico y decidió dejar un mensaje. Experimentaba combinaciones de palabras y luego se retractaba tratando de explicar esta situación que ni él podía explicarse a sí mismo. La cosa comenzaba a ponerse bastante extraña. 

Decidió tomar las cosas con calma y volver a su casa para descansar. Después de todo ya nada podía hacer. En el trayecto de vuelta lo volvió a invadir esa horrible sensación de soledad y de que algo marchaba mal. Al llegar a su domicilio, de nuevo encontró todo tan vacío como cuando partió. Su madre ya debía haber vuelto pero no había señas de ella. Entró en el cuarto de ésta y comprobó que la cama se encontraba perfectamente arreglada, lo que indicaba que su madre se había levantado y al menos había hecho el quehacer matutino. 

Pensó que sería posible que ella estuviera en casa de doña Juana, la vecina de al lado y con quien tenía una relación bastante estrecha desde el día en que se mudaron ahí. De nuevo cruzó el jardín de la entrada, cerró el cancel con llave y se dirigió a la puerta de la casa contigua. Usó el timbre tal vez siete u ocho veces antes de darse por vencido. La casa de la vecina se sentía tan muerta como el barrio entero. 

Lleno de dudas y sin saber bien para qué, Carlos entró de nuevo en su casa. Tal vez todos habían salido a alguna fiesta y no le habían avisado porque estaba dormido, claro que eso no explicaba lo del trabajo o lo de el transporte, pero al menos consolaba su corazón ansioso de respuestas. El joven entró finalmente en la casa y decidió probar suerte nuevamente con la televisión. Tomó con desconcierto el control remoto y con bastante temor lo apuntó hacia el aparato receptor. La pantalla se iluminó de súbito, pero esta siguió llena de estática. Como si hiciera la diferencia, Carlos recorrió nuevamente los canales y volvió a revisar el cable de la antena. La televisión no respondió y finalmente la apagó. 

Decidió probar nueva suerte con las redes sociales. Abrió cada una y mandó tantos mensajes como pudo a todos sus contactos, empleando saludos casuales que disimularan su estado de pánico. Mientras esperaba respuestas se sintió aliviado recorriendo las publicaciones de sus conocidos y amigos hasta que notó que todas eran del día anterior y que muchas ya las había visto. La misma desesperante inactividad llenaba la internet mientras su exasperación crecía. 

De repente recordó a su padre, él siempre tenía el teléfono celular a la mano, y tal vez le podría despejar al menos esa sensación horrible de soledad. Como cuando marcó a la empresa, los tonos se secuenciaron en una espera indescriptible y finalmente el buzón de voz apareció. Tomó por tercera vez el teléfono celular y marcó a cada número en su lista. Contacto tras contacto, nadie respondió la llamada. Carlos colgó lleno de ese tipo de miedo que no puede focalizarse hacia nada en concreto, como cuando se camina por una calle oscura y se tiene la sensación se ser seguido. 

Decidió poner las cosas un poco más en perspectiva y se propuso subir a la azotea de la casa, así que colocó la vieja y oxidada escalera de metal que había comprado hacía años para impermeabilizar la casa y trepó por los peldaños con manos temblorosas, en parte por su agorafobia y en parte porque un terror indescriptible comenzaba a apoderarse de sus miembros. 

Una vez en la azotea, el panorama se volvió peculiar. Desde esa altura, Carlos podía ver los patios de varias de las demás casa de los alrededores, pero en todas reinaba una soledad que sólo le incomodaba aún más. En un esfuerzo por encontrar un alma en medio de aquel mar de soledad, Carlos lanzó una mentada de madre general, con la esperanza al menos de recibir una respuesta a aquel llamado de auxilio fuera de lo normal, pero nadie tuvo la decencia de recordarle a su progenitora. Lo único que pudo advertir desde las alturas fueron unas nubes de tormenta negras, oscuras y relampagueantes que llenaban por completo el horizonte y parecían dirigirse amenazadoras hacia él. 

Cuando se rindió y comenzó a descender por la escalera, notó que ahora sus piernas temblaban. No podía creerlo, pero estaba de verdad asustado. Su carácter no era para nada cobarde, pero ante un suceso tan sobrecogedor como lo es la soledad inexplicable y absoluta no podía menos que experimentar ese temor que todos en alguna vez llegamos a sentir recorrer nuestras espaldas cuando algo fuera de los cánones de la normalidad se antepone a nuestro entendimiento. 

Después de guardar la escalera, Carlos se adentró en la cocina y preparó el plato de comida que lo esperaba dentro del refrigerador. Ahora comía pero en realidad el hueco de su estómago era más miedo que hambre. La cena dejada por su madre usualmente era devorada por las madrugadas cuando el joven volvía del trabajo con la espalda rota y el estómago vacío. Ahora, el acto de tragarla por la fuerza al menos le hacía notar que su madre había preparado de comer por la mañana, por lo que si salió a alguna parte, debió ser poco antes de que él se levantara. Esto de algún modo lo reconfortaba, pero esa sensación de confort desapareció cuando la noche cayó y nadie daba señas de haber vuelto, ni en su casa ni en ninguna parte del barrio. 

El alumbrado público se encendió a la hora acostumbrada pero las casas de la redonda estaban en rotunda oscuridad. Se llenó de determinación y salió de nuevo a la calle. Caminó un par de cuadras y comenzó a llamar a las puertas de cada casa, una por una y de manera insistente. Si alguien llegaba a abrir la puerta no sabría que decirle, pero al menos no estaría solo. Sus nudillos comenzaban a punzar y el aire de la noche se tornaba helado. 

Se detuvo tal vez quince o dieciséis cuadras después de su punto de partida. El cansancio y el temor lo hacían presa y por ahora sólo quería volver a casa. Cada paso del camino de regreso oró para que su madre estuviera en casa, preparando la cena, desempacando el mandado de aquella enorme bolsa en la que solía cargar todo lo que compraba en el mercado. Carlos oró con todas sus fuerzas, pero se dio cuenta de que al parecer ningún dios ponía atención a sus súplicas, o tal vez también Dios había desaparecido junto con todos los demás. 

Al llegar a su casa, Carlos, en un acto que no realizaba desde la secundaria, comenzó a devorarse las uñas mientras ese hueco en el estómago comenzaba a volverse un vacío que se tragaba su tranquilidad. La noche terminó de caer y al no poder hacer nada más Carlos intentó refugiarse en la cama como los niños que se esconden bajo las sábanas cuando la oscuridad de su cuarto los aterra por las noches. Se echó las cobijas encima y en un acto reflejo encendió la televisión. 

La estática apareció nuevamente y Carlos bajó el volumen. Su mirada se perdía en la profundidad de la pantalla y su mente arañaba cualquier leve posibilidad de encontrar una respuesta a la situación, tratando de aferrarse a algo, intentando asirse a cualquier leve posibilidad de resolver el enigma. Sin embargo no había nada a qué asirse. Las horas transcurrieron y en la ventana del cuarto, los destellos esporádicos seguidos del atronador sonido de la tormenta le indicaban que la tempestad que había divisado en el techo de la casa se avecinaba por fin. 

Carlos no se atrevió a dormir con las luces apagadas aquella noche. A veces sentimos alguna extraña tranquilidad en la luz, como si aquello que nos pudiera herir en la penumbra no se atreviera a salir a la luz de nuestra razón. Finalmente el sueño venció los párpados del muchacho y este quedó sumido en profundo sopor. Varias horas pasaron y en medio de sueños vacíos, llenos únicamente de oscuridad, un sonido se filtró hasta su mente. 

El chico despertó y se halló sumergido en penumbra, en una oscuridad total, interrumpida sólo ocasionalmente por los rayos provenientes de la tormenta que azotaba en ese instante. El tenue murmullo de la lluvia se había convertido ahora en un feroz rugido que azotaba la pequeña casa. Pero Carlos lograba percibir algo más, una especie de sonido metálico, que provenía de la puerta que daba hacia la calle, como si alguien intentara forzarla con un instrumento de metal. 

Al instante se levantó y corrió hacia la puerta. Al llegar logró escuchar con claridad que alguien intentaba abrir la puerta de la calle. La imagen de su madre vino inmediatamente a su cabeza y corrió para abrirle la puerta lleno de un júbilo que casi se transformaba en llanto. Un metro antes de alcanzar la cerradura de la puerta, un rayo iluminó el cielo de la noche y su luz se filtró por el cristal de la ventana, recortando una silueta contra ella. 

Carlos se detuvo en seco y su corazón estuvo a punto de hacer lo mismo. La silueta que se dibujó en el cristal de la puerta, no era para nada la de su madre, de hecho ni siquiera parecía ser una persona. Lo que estaba allá afuera era grande, bastante alto, al menos más que una persona normal. La ventana se situaba en la puerta a 1.5 metros de altura y llegaba casi hasta los 2 metros y la silueta tras ella apenas cabía en el marco de la ventana. Lo que estuviera ahí afuera era más alto que la puerta y se encorvaba grotescamente en el marco. 

Si la silueta no estaba deformada por luz o alguna ropa, lo que parecía ser la cabeza era aterradoramente inusual, con un cráneo era bastante grotesco, deforme si se quiere ver así. Parecía desproporcionadamente pequeño, comparado con la altura y el grosor del cuello, el cual a su vez era también muy largo y parecía curvarse como si de alguna bestia se tratara. 

Entonces aquel sonido que lo había despertado se reanudó. Lo que al principio había confundido con el sonido de las llaves de su madre, tratando de encontrar la cerradura, ahora sonaba mucho más horrible. Asemejaba más el ruido de uñas, garras, arañando el metal de la puerta. Carlos retrocedió unos pasos y un nuevo rayó cayó sobre el horizonte, iluminando de nuevo todo. Aquella grotesca silueta apareció nuevamente a través del cristal. Pero la luz apenas alcanzaba a plasmar le geometría de aquel contorno inhumano que permanecía tras la puerta. Los arañazos se volvían cada vez más insistentes, y desesperados. 

Era como si aquello que acechaba tras la puerta intentara descifrar la forma de abrirla. Parecía que aquel extraño ser intentaba entrar a toda costa. Carlos estaba petrificado. No sabía que hacer ante tal situación. Pero sus instintos aún seguían dentro de él. Su corazón latía y por momentos la presión de la sangre le hacía sentir que la cabeza le iba a explotar. Sus músculos se tensaron y lentamente comenzó a retroceder. 

Entonces sucedió algo… Los arañazos se detuvieron. Carlos aguardó en silencio, presa del pánico que ahora controlaba sus movimientos. Intentó encontrar la silueta de la criatura a través del cristal, pero a pesar de sus esfuerzos no lo logró. Entonces algo llamó su atención. Por debajo de la puerta, en el espacio que había entre esta y el suelo pudo ver algo. Al principio no logró identificarlo, pero conforme su vista se acostumbró a la oscuridad, logró entender aquella extraña forma. Hubiera sido mejor que no lo hiciera. Lo que se asomaba por aquel pequeño espacio era un ojo, o al menos así intentó comprenderlo él. Un ojo rojo, penetrante, que lo miraba fijamente, que parecía quemarlo, penetrar dentro de su alma y arrebatársela. 

Un nuevo rayó golpeó el cielo y logró ver cómo la figura se incorporaba de nuevo tras la puerta. Entonces aquello comenzó a golpear salvajemente la puerta. El metal se estremecía ante cada embestida y la pared de ladrillo se cimbraba a punto de ceder. Sus instintos finalmente ganaron el debate en su cabeza y echó a correr, pero… ¿Hacia dónde? Entonces recordó que la escalera en el patio aún estaba puesta y se decidió a subir al techo. 




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