Me
levanto por la mañana, aún tambaleante y añorando el dulce abrazo de
Morfeo solo para ser recibido por los estridentes gritos del reportero
en el radio que anuncia el recuento de muertes de la noche anterior.
Dejo
escapar un gruñido para recibir el nuevo día y comienzo el ritual de
cada jornada, sé que estará ahí. Sé que será otro de esos extraños días
que no puedo explicar, y cuyo impacto desconcertante, impide la
conciliación de mi razón y mis emociones.
Acudo a la escuela reanudando mecánicamente la rutina que tan bien he aprendido. Me muevo silente y desgarbado entre saludos, deberes y falsas sonrisas, aguardando con un ansia muda su arribo.
El sordo dolor cesa, pues llego a casa, al fin. Su presencia me cambia, transforma mi ánimo y me llena de algarabía. Ante ella, junto a ella, soy diferente, no debido a absurdas zalamerías ni vanas lisonjas. En verdad me siento más vivo, más tranquilo, más humano cuando estoy a su lado.
Aún cuando nuestras historias exudan pena y dolor, aún cuando ambos parecemos aborrecer las mismas cosas, el simple hecho de poder compartir una idea, una anécdota, o el propio dolor, con un espíritu afín a mis sentimientos, me llena de esperanza y de nuevos bríos.
Nos escapamos del mundo, me retiro del sol sin decir palabra y me alejo con ella. Una huida de unos pocos metros, a su regazo pero que es suficiente para mí.
Nos sentamos en la cama, tan lejos como podemos del barullo que invade la calle y el mundo, para poder comenzar a charlar. Más bien, ella comienza a charlar. No me atrevo a interrumpir sus palabras. No por cordialidad, ni siquiera por interés. Es simplemente que deseo escuchar el rítmico y confortante sonido de su voz, que parece tener un cálido efecto de arrullo sobre los corazones cansados.
La miro a los ojos y ella parece tan tranquila, tan ajena a mis ideas y sentimientos. Parece no percatarse de la tormenta que azota mi pecho cuando estamos juntos. Asumo que es lo mejor.
Acudo a la escuela reanudando mecánicamente la rutina que tan bien he aprendido. Me muevo silente y desgarbado entre saludos, deberes y falsas sonrisas, aguardando con un ansia muda su arribo.
El sordo dolor cesa, pues llego a casa, al fin. Su presencia me cambia, transforma mi ánimo y me llena de algarabía. Ante ella, junto a ella, soy diferente, no debido a absurdas zalamerías ni vanas lisonjas. En verdad me siento más vivo, más tranquilo, más humano cuando estoy a su lado.
Aún cuando nuestras historias exudan pena y dolor, aún cuando ambos parecemos aborrecer las mismas cosas, el simple hecho de poder compartir una idea, una anécdota, o el propio dolor, con un espíritu afín a mis sentimientos, me llena de esperanza y de nuevos bríos.
Nos escapamos del mundo, me retiro del sol sin decir palabra y me alejo con ella. Una huida de unos pocos metros, a su regazo pero que es suficiente para mí.
Nos sentamos en la cama, tan lejos como podemos del barullo que invade la calle y el mundo, para poder comenzar a charlar. Más bien, ella comienza a charlar. No me atrevo a interrumpir sus palabras. No por cordialidad, ni siquiera por interés. Es simplemente que deseo escuchar el rítmico y confortante sonido de su voz, que parece tener un cálido efecto de arrullo sobre los corazones cansados.
La miro a los ojos y ella parece tan tranquila, tan ajena a mis ideas y sentimientos. Parece no percatarse de la tormenta que azota mi pecho cuando estamos juntos. Asumo que es lo mejor.
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