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A ti, episodio 2

Por razones que la ciencia, la religión y Jaime Maussán fallarán para explicar, decidiste ser mi amiga y acercarte a mí para hacerme compañía durante mis estudios sin salir huyendo a la primera oportunidad.

Lo que al principio creí que sería el efecto de alguna poderosa droga que habías consumido, pronto se volvió mi realidad cotidiana. Ahí estabas: sonriente y conversando con mi estupefacta persona. Y, a pesar de lo que mis cansados globos oculares me contaban, aún me resistía a creer que aquello estaba relacionado directamente conmigo, pero en el fondo disfrutaba igualmente de tu compañía.

Llegabas a la escuela con tu pequeña y vivaz humanidad y, entonces, lo que había iniciado como el simple "pasar el rato" entre nosotros, pronto se convirtió en la promesa segura de verte cruzando aquellos grises pasillos con tu paso aniñado, to sonrisa pícara y amigable y esos ojos soñadores y melancólicos que tan bien enmarcaban tus lentes de abuelita.

Ibas y venías curioseando salones, pasillos y explanadas en la escuela, deteniéndote ocasionalmente a platicar con algún amigo o te parabas en seco y cambiabas tu talante por uno serio, pensativo, triste, donde bajabas la mirada unas veces y otras la levantabas al cielo, pero siempre entrecerrabas los ojos como intentando ver algo que no estaba ahí y apretabas los labios en una mueca que era parte frustración y parte beso. Así es, llegué a seguirte alguna vez; por cosas así no me dejan acercarme a las instalaciones de Televisa.

Los meses pasaban y yo comencé a prestar mi servicio social en el laboratorio de comunicaciones del edificio de electrónica. Aquello lo sentí como si fuera la despedida involuntaria que le daba a de esos ratos de convivencia. Aunque aún no éramos nada más que amigos, aquellos fugaces instantes que pasamos juntos me habían hecho feliz como nunca imaginaste. Siempre he valorado esos breves momentos en los que podía contarte un chiste, escuchar los tuyos o simplemente mirar inocentemente en tu escote cazando algún pezón furtivo.

Pasaba mis primeros días de servicio, absorto en dilemas profundos como el de tratar de descubrir que posición me dejaría dormir más cómodamente en las sillas del laboratorio (nunca fuimos un laboratorio popular) hasta que te apareciste tú. Llegaste de sorpresa y mi ánimo mejoró bastante al verte entrar tímidamente al laboratorio. Al principio parecías no estar muy a gusto, pero pronto trabaste amistad con todos los demás prestadores en el lugar; con tu tipo de personalidad, no había dudas de que aquello pasaría y me encantó poder compartirte con ellos. Aunque... ¿Se puede compartir algo que no te pertenece?

Nunca supe qué me delató ni cómo, pero aquella panda de rufianes intuyó rápidamente que había algo entre nosotros o que, al menos, yo sentía algo por ti, pues casi instantáneamente comenzaron a preguntar si éramos novios.

En aquel momento yo sentí aquella declaración como una transgresión, como una burla hacia mí. El frágil ego que me dominaba en aquellos años no estaba listo para una observación de ese tipo y terminé reaccionando como un niño que deseaba acallar las voces de sus amiguitos en el patio de la escuela: negando todo e indignándome de manera estúpida. Ahora quisiera haberles dicho lo feliz que me hacías cuando estabas conmigo y lo feliz que me sentía de saberte, al menos, mi amiga.




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