Hace años ya de esto, pero me ha vuelto a la memoria tras pasar una tarde, hace un par de semanas, a la luz de los relámpagos en mi casa.
La conocí en la secundaria. Siempre fuimos buenos amigos. Ella era (y es aún hoy día) tan extravagante como yo.
Ambos, atontados por los torrentes de animé que se transmitía en la televisión abierta, intercambiábamos opiniones igualmente absurdas sobre cualquier tema que nos cruzara la mente durante los ratos de ocio en las siempre mal administradas escuelas del gobierno.
Es increíble cómo a la luz de otra mente perturbada, la propia parece tomar un aspecto cuerdo.
Compartimos mucho en aquellos solitarios y lejanos días. Desde desayunos hasta la compañía, pues ambos éramos los rechazados de nuestra clase.
Yo era el nerd idiota y torpe que atentaba contra la superioridad hormonal de mis compañeros, y ella era la chica "feita" del salón.
Ambos nos enfrentábamos, a nuestro modo, al problema de cursar la escuela en una zona que apenas había abandonado su carácter rural. Nuestros compañeros nos aventajaban hasta por 4 años, y muchos tenían la agilidad mental de un vaso de yoghurt.
Para mí, eso implicaba simbolizar una afrenta contra la medianía ignorante pero vigorosa de mis "compañeros". Para ella, implicaba competir en belleza y físico contra adolescentes ya entradas de lleno en la juventud.
Al final, ambos añorábamos pertenecer al grupo, no por verdadero interés, sino apenas para evitar la segregación.
Pasamos buenos tiempos juntos, como verdaderos amigos, pero vino la época de la separación. Cada quién tomó su rumbo al terminar la escuela y nos despedimos con un efusivo abrazo del que, obviamente, los demás hicieron mofa.
Comencé a trabajar con mi padre para entrar en la escuela preparatoria. Un año después, ingresé a un centro de bachillerato tecnológico, y por azares del destino, nos encontramos ahí.
Separados por nuestras carreras, pero unidos por las antiguas añoranzas, y ahora por algo más.
Ella me brindaba el mismo trato sincero, cordial e íntimo de antes, pero sin pasar de las líneas de un buen amigo. Por mi parte, no podía dejar de notar los cambios que la pubertad había logrado tardíamente en ella. Sin ser sobresaliente, su belleza me embriagaba cuando estábamos juntos y no podía evitar acosarla con miradas indiscretas y roces "accidentales".
Ese siempre ha sido mi problema, mi poca capacidad para controlarme cuando estoy cerca de una mujer que me gusta. Por ello que prefiero evitar el contacto.
Ella parecía no tomar en cuenta estas pequeñas traiciones a nuestra "pura" amistad, y ni siquiera parecía notarlas. Ya fuera porque en verdad no las notaba, o porque deseaba permitirme aunque fuera este pequeño acceso a su persona.
Varias veces intenté hacerle entender que me gustaba, que quería que nuestra amistad floreciera en algo más. Siempre fracasé en ello.
Recapitulando mis acercamientos, fueron torpes, toscos e infantiles (justo como hoy). Ahora no puedo sino agradecerle que me perdonara tales faltas de respeto y que haya deseado conservar al menos mi amistad a lo largo de esos años.
Tal vez si hubiera hecho algo un poco más maduro, algo un poco más concreto, hubiera pasado algo distinto. Por ese motivo, cuando la situación se repitió unos años después con otra amiga, en la universidad, decidí actuar para no volver a atormentarme con el "hubiera".
Sin embargo, miro las fotos de la preparatoria, y me sorprende que ella me haya dejado acercarme siquiera.
Llegó una nueva despedida tras terminar los estudios, y dos largos años de ausencia. Ambos vivíamos en zonas alejadas. Aún hoy, me toma casi 3 horas ir de mi casa a la suya. Esto propiciaba nuestra separación y falta de comunicación, pues ninguno tenía los medios en aquella época, de conseguir un teléfono celular.
Un día, la encontré en el centro de la ciudad, comprando series en un puesto ambulante. El regocijo nos invadió, y nos dimos un abrazo que pareció nunca terminar.
Me invitó a su casa, me dio señas para llegar y a la semana siguiente estaba rumbo a ese destino.
Eran principios de Julio, cuando comienzan las tormentas serias y repentinas. Toda la mañana había estado nublado, pero esperaba que el pequeño paraguas que llevaba conmigo, me protegiera de lo que pudiera ocurrir.
Cuando descendí del autobús, comenzaba una suave brizna. Ella me estaba esperando con una sonrisa en el rostro. Nos abrazamos largamente de nuevo, pero esta vez, padre Tláloc dispuso que aquello terminara. Una tormenta se desató repentinamente. Apenas pudimos avanzar unos pasos cuando aquello se tornó en un verdadero diluvio. Apenas logramos refugiarnos bajo una pequeña saliente en un muro de una escuela que estaba en el camino. El espacio era poco, y apenas conseguía proteger nuestros cuerpos de la feroz tormenta. Ella se pegó a mí y nos abrazamos nuevamente. Recuerdo a la perfección el tenue aroma (filtrado por mis problemas congénitos) de su cabello húmedo y el tacto de su cuerpo tibio, bajo la ropa húmeda. Reímos un poco y ella bromeó sobre la situación. Pasamos un par de minutos en aquel lugar, conmigo deseando que aquello nunca terminara. La tormenta no parecía disminuir su intensidad y el lugar donde estábamos, se comenzaba a inundar. Por mucho que me gustara aquella posición, debimos abandonar nuestro refugio al amapro de mi pequeño paraguas. En realidad, el pequeño armatoste de plástico y lámina, apenas nos sirvió de accesorio de lujo, pues llegamos totalmente empapados a su casa.
Dejamos los zapatos afuera y entramos hechos un asco a su vivienda. Ella se detuvo un momento y comenzó a decir algo que nunca recordaré, pues mi atención se centró en su figura, recortada contra la luz de un ventanal que daba hacia la calle, y la perturbadora imagen de su ropa empapada, ajustada a su cuerpo. La blusa de algodón que llevaba, había tomado un tono totalmente obscuro por el agua absorbida, y ahora se ceñía a su cuerpo, revelando la curva su cintura, y descubriendo un par de hermosos senos que me quitaron el aliento. Toda su figura se veía extrañamente majestuosa bajo aquella ropa que aún escurría agua cuando se movía.
Intentó encender las luces, pero al parecer la tormenta había cortado la electricidad. Me consiguió algunas toallas y ella fue a cambiarse. Me puse un suéter que llevaba en mi mochila, y cuando terminé de sacar mis cosas de ésta, para evitar que se humedecieran, ella apareció, vestida una playera holgada y unos shorts de mezclilla. Era una visión muy poco reveladora, comparada con la anterior, pero aún así, me parecía hermosa.
Un relámpago cayó y ambos miramos curiosos por el ventanal, esperando a que el trueno llegase. Ella me propuso que acomodáramos uno de los sillones frente al ventanal para ver la tormenta y conversar.
Tras unos minutos de charla, no pude evitar comenzar a tiritar de frío. Ella me dijo que volvía enseguida y llevó un cobertor al sillón. Nos sentamos de nuevo y ella extendió el cobertor sobre nosotros. Reímos un poco, supongo que por los nervios. Ambos sabíamos que ya estábamos más allá de ser buenos amigos solamente.
Ella se deslizó bajo el cobertor, y se posó junto a mi. Yo me recosté sobre el brazo del sillón y ella puso su cabeza sobre mi pecho. Ella acariciaba ligeramente mi brazo y yo paseaba mis dedos entre su cabello.
La penumbra, interrumpida sólo por los ocasionales relámpagos, le brindaba a quella estampa un encuadre que aún hoy me hace estremecer de emoción.
La conocí en la secundaria. Siempre fuimos buenos amigos. Ella era (y es aún hoy día) tan extravagante como yo.
Ambos, atontados por los torrentes de animé que se transmitía en la televisión abierta, intercambiábamos opiniones igualmente absurdas sobre cualquier tema que nos cruzara la mente durante los ratos de ocio en las siempre mal administradas escuelas del gobierno.
Es increíble cómo a la luz de otra mente perturbada, la propia parece tomar un aspecto cuerdo.
Compartimos mucho en aquellos solitarios y lejanos días. Desde desayunos hasta la compañía, pues ambos éramos los rechazados de nuestra clase.
Yo era el nerd idiota y torpe que atentaba contra la superioridad hormonal de mis compañeros, y ella era la chica "feita" del salón.
Ambos nos enfrentábamos, a nuestro modo, al problema de cursar la escuela en una zona que apenas había abandonado su carácter rural. Nuestros compañeros nos aventajaban hasta por 4 años, y muchos tenían la agilidad mental de un vaso de yoghurt.
Para mí, eso implicaba simbolizar una afrenta contra la medianía ignorante pero vigorosa de mis "compañeros". Para ella, implicaba competir en belleza y físico contra adolescentes ya entradas de lleno en la juventud.
Al final, ambos añorábamos pertenecer al grupo, no por verdadero interés, sino apenas para evitar la segregación.
Pasamos buenos tiempos juntos, como verdaderos amigos, pero vino la época de la separación. Cada quién tomó su rumbo al terminar la escuela y nos despedimos con un efusivo abrazo del que, obviamente, los demás hicieron mofa.
Comencé a trabajar con mi padre para entrar en la escuela preparatoria. Un año después, ingresé a un centro de bachillerato tecnológico, y por azares del destino, nos encontramos ahí.
Separados por nuestras carreras, pero unidos por las antiguas añoranzas, y ahora por algo más.
Ella me brindaba el mismo trato sincero, cordial e íntimo de antes, pero sin pasar de las líneas de un buen amigo. Por mi parte, no podía dejar de notar los cambios que la pubertad había logrado tardíamente en ella. Sin ser sobresaliente, su belleza me embriagaba cuando estábamos juntos y no podía evitar acosarla con miradas indiscretas y roces "accidentales".
Ese siempre ha sido mi problema, mi poca capacidad para controlarme cuando estoy cerca de una mujer que me gusta. Por ello que prefiero evitar el contacto.
Ella parecía no tomar en cuenta estas pequeñas traiciones a nuestra "pura" amistad, y ni siquiera parecía notarlas. Ya fuera porque en verdad no las notaba, o porque deseaba permitirme aunque fuera este pequeño acceso a su persona.
Varias veces intenté hacerle entender que me gustaba, que quería que nuestra amistad floreciera en algo más. Siempre fracasé en ello.
Recapitulando mis acercamientos, fueron torpes, toscos e infantiles (justo como hoy). Ahora no puedo sino agradecerle que me perdonara tales faltas de respeto y que haya deseado conservar al menos mi amistad a lo largo de esos años.
Tal vez si hubiera hecho algo un poco más maduro, algo un poco más concreto, hubiera pasado algo distinto. Por ese motivo, cuando la situación se repitió unos años después con otra amiga, en la universidad, decidí actuar para no volver a atormentarme con el "hubiera".
Sin embargo, miro las fotos de la preparatoria, y me sorprende que ella me haya dejado acercarme siquiera.
Llegó una nueva despedida tras terminar los estudios, y dos largos años de ausencia. Ambos vivíamos en zonas alejadas. Aún hoy, me toma casi 3 horas ir de mi casa a la suya. Esto propiciaba nuestra separación y falta de comunicación, pues ninguno tenía los medios en aquella época, de conseguir un teléfono celular.
Un día, la encontré en el centro de la ciudad, comprando series en un puesto ambulante. El regocijo nos invadió, y nos dimos un abrazo que pareció nunca terminar.
Me invitó a su casa, me dio señas para llegar y a la semana siguiente estaba rumbo a ese destino.
Eran principios de Julio, cuando comienzan las tormentas serias y repentinas. Toda la mañana había estado nublado, pero esperaba que el pequeño paraguas que llevaba conmigo, me protegiera de lo que pudiera ocurrir.
Cuando descendí del autobús, comenzaba una suave brizna. Ella me estaba esperando con una sonrisa en el rostro. Nos abrazamos largamente de nuevo, pero esta vez, padre Tláloc dispuso que aquello terminara. Una tormenta se desató repentinamente. Apenas pudimos avanzar unos pasos cuando aquello se tornó en un verdadero diluvio. Apenas logramos refugiarnos bajo una pequeña saliente en un muro de una escuela que estaba en el camino. El espacio era poco, y apenas conseguía proteger nuestros cuerpos de la feroz tormenta. Ella se pegó a mí y nos abrazamos nuevamente. Recuerdo a la perfección el tenue aroma (filtrado por mis problemas congénitos) de su cabello húmedo y el tacto de su cuerpo tibio, bajo la ropa húmeda. Reímos un poco y ella bromeó sobre la situación. Pasamos un par de minutos en aquel lugar, conmigo deseando que aquello nunca terminara. La tormenta no parecía disminuir su intensidad y el lugar donde estábamos, se comenzaba a inundar. Por mucho que me gustara aquella posición, debimos abandonar nuestro refugio al amapro de mi pequeño paraguas. En realidad, el pequeño armatoste de plástico y lámina, apenas nos sirvió de accesorio de lujo, pues llegamos totalmente empapados a su casa.
Dejamos los zapatos afuera y entramos hechos un asco a su vivienda. Ella se detuvo un momento y comenzó a decir algo que nunca recordaré, pues mi atención se centró en su figura, recortada contra la luz de un ventanal que daba hacia la calle, y la perturbadora imagen de su ropa empapada, ajustada a su cuerpo. La blusa de algodón que llevaba, había tomado un tono totalmente obscuro por el agua absorbida, y ahora se ceñía a su cuerpo, revelando la curva su cintura, y descubriendo un par de hermosos senos que me quitaron el aliento. Toda su figura se veía extrañamente majestuosa bajo aquella ropa que aún escurría agua cuando se movía.
Intentó encender las luces, pero al parecer la tormenta había cortado la electricidad. Me consiguió algunas toallas y ella fue a cambiarse. Me puse un suéter que llevaba en mi mochila, y cuando terminé de sacar mis cosas de ésta, para evitar que se humedecieran, ella apareció, vestida una playera holgada y unos shorts de mezclilla. Era una visión muy poco reveladora, comparada con la anterior, pero aún así, me parecía hermosa.
Un relámpago cayó y ambos miramos curiosos por el ventanal, esperando a que el trueno llegase. Ella me propuso que acomodáramos uno de los sillones frente al ventanal para ver la tormenta y conversar.
Tras unos minutos de charla, no pude evitar comenzar a tiritar de frío. Ella me dijo que volvía enseguida y llevó un cobertor al sillón. Nos sentamos de nuevo y ella extendió el cobertor sobre nosotros. Reímos un poco, supongo que por los nervios. Ambos sabíamos que ya estábamos más allá de ser buenos amigos solamente.
Ella se deslizó bajo el cobertor, y se posó junto a mi. Yo me recosté sobre el brazo del sillón y ella puso su cabeza sobre mi pecho. Ella acariciaba ligeramente mi brazo y yo paseaba mis dedos entre su cabello.
La penumbra, interrumpida sólo por los ocasionales relámpagos, le brindaba a quella estampa un encuadre que aún hoy me hace estremecer de emoción.
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