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Primer beso

Me levanto por la mañana, aún tambaleante, poseído por el vaivén pendular, entre el dulce abrazo de morfeo y los estridentes gritos del reportero en el radio que anuncia el recuento de muertes de la noche anterior. Así comienzo el ritual de cada jornada, sé que estará ahí. Sé que será otro de esos extraños días que no puedo ni deseo explicar, cuyo impacto desconcertante impide la conciliación de mi razón y mis emociones.

Acudo a la escuela para reanudar mecánicamente la conocida rutina que tan bien he construido. Me muevo silente y desgarbado entre saludos hipócritas, deberes insulso y falsas sonrisas, aguardando, con un ansia muda que grita, su arribo.

El sordo dolor cesa, pues aquí llega, al fin. Su presencia me cambia, transforma mi ánimo y me llena de algarabía. Ante su mirada, a su lado, me siento diferente, soy diferente. Mas no es debida mi transformación a burdas zalamerías ni vanas lisonjas. En verdad me siento más vivo, más tranquilo, más humano cuando estoy en su compañía.

Aún cuando nuestras historias exudan pena y dolor, aún cuando ambos parecemos envenenados con el mismo odio, heridos con la misma piedra, temerosos del mismo rencor, el simple hecho de poder compartir una idea, una anécdota, o el propio dolor, con un espíritu afín a mis sentimientos, me llena de esperanza y de nuevos bríos.

Nos escapamos del mundo, nos retiramos sin decir palabra y me alejo abrigado con su sonrisa. Es en realidad una huida de unos pocos metros, pues aquí no hay mucho espacio dónde refugiarse.

Nos sentamos en una mesa, tan lejos como podemos del barullo que invade la escuela, y comenzamos a charlar. Más bien yo callo No me atrevo a interrumpir sus palabras. No por cordialidad, ni siquiera por interés. Es simplemente que deseo escuchar el rítmico y confortante sonido de su voz, que parece tener un cálido efecto de un arrullo sobre este corazón cansado.

Me pierdo en sus ojos y me ahogo en su tranquilidad, en una calma tan ajena a mis ideas y sentimientos. Parece no percatarse de la tormenta que azota mi pecho cuando estamos juntos. Asumo que es lo mejor.

Los minutos transcurren y grabo cada palabra en mi mente, guardo cada gesto y memorizo cada mirada, que serán mis únicos bienes en su ausencia. Una ausencia que no puede ser tal, porque nunca se han encontrado nuestros corazones.

Su mano toma distraída la mía, luego se escapa, se esconde y vuelve a posarse en mí, arrebatándome con cada toque el aliento y orillándome con cada escape, a la locura.

Aquella familiar y molesta voz grita dentro de mí. Agoniza, implora, exige que haga algo, que me mueva, que actúe. Pero decido seguir así: impávido, obtuso ante mis deseos e insensible ante mis necesidades. No se si aquella voz es la de mi pasión, la de mi locura, o si es en verdad la voz de la razón que me insta para hacer lo que es normal y necesario. Sólo sé que le ignoro, que ignoro aquellos gritos que también son míos y que me resigno a sentir aquellas grietas en mi alma, plasmadas en forma de sueños irreales, de posibilidades inconsumables y de de deseos que nunca serán satisfechos.

La charla matutina termina, es hora del desayuno. Avanzamos con paso calmo y rítmico hacia el puesto de comida. Las cobardes dudas me atacan. ¿Alguien me habrá visto mirarle tan fijamente a los ojos? ¿Sospecharán algo? Luego me doy cuenta de que no importa, de que no vale la pena atormentarme a su lado.

Avanzamos hacia el puesto con paso constante, pero conforme el camino se acorta, mi andar se vuelve más lento. Comienzo a verle alejarse. No se percata y continua en su inocente andar. Aquella visión de lo que más aprecio, apartándose de mí, dispara algo, un último recurso, un golpe final de parte de la voz que sacude mi corazón . Sirve como una metáfora. En algún momento la veré alejarse, separándose de mi lado para siempre. Su partida, su lejanía. No puedo soportar aquella visión, no puedo permitirme perderle, al menos no así. Mucho he dejado pasar por una arrogante actitud de autosuficiencia, pero me ha asqueado esta núbil indiferencia. Por una vez, al menos de lo que me queda, del trecho incierto que recorreré, debo saber que fui sincero, que dejé mi máscara a un lado y que pude mostrarme tal cual soy.

Imagino que el daño será irreparable, para ambos. Pero necesito hacerlo. No podría sostener la mentira por más tiempo. El teatro se vendrá abajo y sé que será peor. Sólo espero que me perdone.

Apresuro el paso. Me dejo llevar por el impulso. La distancia que separa nuestros cuerpos parece insalvable, el trecho parece alargarse a medida que intento acercarme. Le tomo del brazo y suavemente hago que gire y me mire. Son apenas unos segundos, pero es tiempo de sobra para que mi mente se llene de ideas, construyo escenarios y juego con los personajes. Veo gritos, burlas, un puñetazo bien plantado en mi cara.

No es la reacción lo que temo, sino a su odio, a su rechazo. No podría soportar perder su aprecio. Pero es muy tarde. Nuestras miradas se cruzan y nuestros cuerpos ya están juntos.

La tomo por los brazos y deslizo lentamente mis manos a su espalda. Mi corazón se desboca, puedo escuchar mis latidos con claridad y sentirlos en las sienes. Paso, en un parpadeo, de la respiración acelerada, a la contención del aliento. En sus ojos veo incertidumbre, desconcierto, pero también adivino complicidad. Levanta el rostro hacia mí y abre ligeramente la boca. Algo se vence en mi alma. Algo cede y el dolor deja su espacio a un extraño calor, algo que nunca había experimentado.

Me inclino un poco y ella ladea ligeramente la cabeza. Apenas ahí me percato de que nunca he besado y sólo puedo rogar al viento que de algo sirva mi maldito instinto.

Cierra sus ojos y se para un poco de puntillas, o al menos esa impresión me da. Igualmente pueda ser que ya haya yo perdido incluso la noción de la distancia. De cualquier forma, mi mundo se está yendo al demonio en este instante. Todo lo que sabía y creía deja de tener sentido y sólo existe este breve instante.

Nuestros rostros se encuentran y por primera vez percibo la suavidad de sus labios, la calidez de su aliento, el sabor de su boca. Le acerco un poco más a mí, y siento aquellas grietas de mi alma agrandarse, ensancharse y desgarrar algo por dentro. Pero no es algo que se rompa, es algo que se libera de una añeja piel, de una dura corteza, para exponer un nuevo talante.

Un calor confortante recorre mi espalda y hace mella en mi voluntad. Mis manos se cierran suavemente, acariciando con delicadeza su espalda y recorriendo con torpeza el camino hacia su cintura.

Aquellos instantes se alargan en mi mente y en mi corazón. Nos separamos y me mira; sonríe y parece nerviosa. En 10 segundos mi vida ha tomado un nuevo rumbo. El dolor se ha transformado en algarabía, y la agonía se ha convertido en vitalidad. Mi alma no ha sanado, pero al menos, he recuperado la esperanza.

Más tarde, otro beso sellaría el término de aquel maravilloso lapso en mi vida. Aún cuando aquella efímera llamarada de felicidad careció de duración, su huella se ha grabado en mi alma y su enseñanza me acompañará siempre.

Comentarios

ty ha dicho que…
Me encanta cómo escribes. Sigue así.

Saludos,
Sara.

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