Comienza siempre entre bruma. Me encuentro rodeado de ella. No puedo ver más allá de un par de metros. Siento la humedad del aire filtrarse entre mis ropas y llenar de una suave pesadez mi piel.
Al principio estoy desorientado, pues donde quiera que miro, hay sólo la grisácea continuidad de la bruma. Después de lo que parece una desesperante eternidad en este limbo de niebla, logro escuchar un sonido lejano: el débil murmullo de la lluvia que parece llamarme. Otro sentido de despereza y un olor a tierra mojada y hierba húmeda lo envuelve todo. Es uno de los pocos olores que conozco y es el que más me gusta, probablemente.
Comienzo un lento y trastabillante caminar. Avanzo tímido hacia un lugar indeterminado, movido por un impulso que no puedo describir ni rechazar.
La bruma se disipa poco a poco con cada paso, y aún sin desaparecer del todo aparece frente a mí un árbol, enorme, cuya copa parece sustituir al cielo hacia donde se mire. Sus hojas son verdes, y de este cielo artificial cae una leve llovizna, fresca, pero no fría. El murmullo parece ser una tormenta, que es filtrada a través de las ramas que me cubren y que llega a mí apenas como tenue rocío. El tronco del árbol es enorme. Nunca he podido tomar la proporción, pues los sueños, al final, son irracionales, y por tanto, no existen las medidas. Camino alrededor del tronco, y la veo, sentada sobre la hierba, desnuda, con el cabello suelto y hurgando entre la grama en el piso,como jugueteando con alguna hoja de pasto. Sé que está desnuda, pero no recuerdo su cuerpo, ni su rostro siquiera. Me acerco y ella me mira. Sé que me mira con una ternura y calidez que nunca he visto en la realidad, pero nuestros ojos nunca se encuentran. Es como si se tratara de una figura difusa, de la que sólo capto partes, pero cuya plenitud me es vedada como algún desconocido castigo. Extiende una cálida mano hacia a mí, sin levantarse del húmedo lecho que forma la hojarasca a su alrededor. Me arrodillo hipnotizado por la tibieza de un corazón que apenas adivino y poco a poco me dejo acurrucar en su regazo.
Sus manos recorren mi cabello y mi rostro, como dibujándolos y dándoles forma al fin.
Sé que me habla. No escucho su voz, ni recuerdo las palabras que me dice, si es que hay tales, pero sé que habla conmigo. Algo en mi interior se cierra, como si se apagara, y la bruma se disuelve. A lo lejos, en un valle que se dibuja majestuoso en el horizonte, veo árboles y hierba, así como flores, pero todo es de un tono gris. Nubes de tormenta se ciernen sobre el paisaje, y veo la lluvia caer sobre aquel paraje. Aquello me reconforta, tanto como la mano de ella, que descansa en mi pecho. Contemplo la escena y un extraño calor asciende por mi espalda.
Como si fuera posible, el sueño me invade dentro del propio sueño. Cierro los ojos, y continúo escuchando en rumor de lluvia. Mi conciencia se paga poco a poco. Dejo de sentir cualquier cosa, dejo de pensar, y sólo escucho la lluvia. Es como si al fin encontrara el descanso de esta sosa existencia, como si dejara de ser por un momento y al fin pudiera alejarme de aquello que me lastima y que me ancla a este mundo que no comprendo y que no deseo comprender.
El abismo me ofrece su gélido abrazo y recibo con alegría la vacuidad del manto que tiende sobre mí. Así, me aferro a la tranquilidad mortuoria de este aislamiento sensorial y conciente, hasta que la mañana llega y debo despedirme de mi musa y de su frío arrullo.
No sé quién sea la ninfa que invade mis sueños para traerme paz. Hace años que sueño con ella, de esta misma manera y en este mismo escenario. Sus visitas son tan esporádicas como efímeras, pero aún así, las anhelo con desesperación cada vez que cierro los ojos.
Por favor, regálame un momento de paz, núbil hada. Llévame contigo bajo la sombra del mundo, tras los designios del hombre, lejos de la mirada escrutadora de los que me rodean. Entumece mi alma y dale alivio a este cansado corazón.
Al principio estoy desorientado, pues donde quiera que miro, hay sólo la grisácea continuidad de la bruma. Después de lo que parece una desesperante eternidad en este limbo de niebla, logro escuchar un sonido lejano: el débil murmullo de la lluvia que parece llamarme. Otro sentido de despereza y un olor a tierra mojada y hierba húmeda lo envuelve todo. Es uno de los pocos olores que conozco y es el que más me gusta, probablemente.
Comienzo un lento y trastabillante caminar. Avanzo tímido hacia un lugar indeterminado, movido por un impulso que no puedo describir ni rechazar.
La bruma se disipa poco a poco con cada paso, y aún sin desaparecer del todo aparece frente a mí un árbol, enorme, cuya copa parece sustituir al cielo hacia donde se mire. Sus hojas son verdes, y de este cielo artificial cae una leve llovizna, fresca, pero no fría. El murmullo parece ser una tormenta, que es filtrada a través de las ramas que me cubren y que llega a mí apenas como tenue rocío. El tronco del árbol es enorme. Nunca he podido tomar la proporción, pues los sueños, al final, son irracionales, y por tanto, no existen las medidas. Camino alrededor del tronco, y la veo, sentada sobre la hierba, desnuda, con el cabello suelto y hurgando entre la grama en el piso,como jugueteando con alguna hoja de pasto. Sé que está desnuda, pero no recuerdo su cuerpo, ni su rostro siquiera. Me acerco y ella me mira. Sé que me mira con una ternura y calidez que nunca he visto en la realidad, pero nuestros ojos nunca se encuentran. Es como si se tratara de una figura difusa, de la que sólo capto partes, pero cuya plenitud me es vedada como algún desconocido castigo. Extiende una cálida mano hacia a mí, sin levantarse del húmedo lecho que forma la hojarasca a su alrededor. Me arrodillo hipnotizado por la tibieza de un corazón que apenas adivino y poco a poco me dejo acurrucar en su regazo.
Sus manos recorren mi cabello y mi rostro, como dibujándolos y dándoles forma al fin.
Sé que me habla. No escucho su voz, ni recuerdo las palabras que me dice, si es que hay tales, pero sé que habla conmigo. Algo en mi interior se cierra, como si se apagara, y la bruma se disuelve. A lo lejos, en un valle que se dibuja majestuoso en el horizonte, veo árboles y hierba, así como flores, pero todo es de un tono gris. Nubes de tormenta se ciernen sobre el paisaje, y veo la lluvia caer sobre aquel paraje. Aquello me reconforta, tanto como la mano de ella, que descansa en mi pecho. Contemplo la escena y un extraño calor asciende por mi espalda.
Como si fuera posible, el sueño me invade dentro del propio sueño. Cierro los ojos, y continúo escuchando en rumor de lluvia. Mi conciencia se paga poco a poco. Dejo de sentir cualquier cosa, dejo de pensar, y sólo escucho la lluvia. Es como si al fin encontrara el descanso de esta sosa existencia, como si dejara de ser por un momento y al fin pudiera alejarme de aquello que me lastima y que me ancla a este mundo que no comprendo y que no deseo comprender.
El abismo me ofrece su gélido abrazo y recibo con alegría la vacuidad del manto que tiende sobre mí. Así, me aferro a la tranquilidad mortuoria de este aislamiento sensorial y conciente, hasta que la mañana llega y debo despedirme de mi musa y de su frío arrullo.
No sé quién sea la ninfa que invade mis sueños para traerme paz. Hace años que sueño con ella, de esta misma manera y en este mismo escenario. Sus visitas son tan esporádicas como efímeras, pero aún así, las anhelo con desesperación cada vez que cierro los ojos.
Por favor, regálame un momento de paz, núbil hada. Llévame contigo bajo la sombra del mundo, tras los designios del hombre, lejos de la mirada escrutadora de los que me rodean. Entumece mi alma y dale alivio a este cansado corazón.
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